Sebastian Levin

Las clases para mí son un espacio colectivo de vida, una meditación grupal activa, una recarga de energía, un espacio de salvación, un espacio para mí mismo, de pertenencia, de libertad. Es un espacio misterioso, al que vamos sin saber qué va a pasar, pero con un largo recorrido de trabajo y permanencia, que forman las bases sobre las que vamos a existir en el espacio. Cada encuentro es como una hoja en blanco, porque cargamos con nuestra cotidianidad imparable.

Nos encontramos al misterio, al vacío fértil. El vacío fértil es el silencio lleno, es darle lugar al vacío, apropiarselo, y desde ahí, desde lo que parece vacío, desde donde parece que no hay nada, surge el poder más grande, la forma más increíble. A pesar de todo, lo bueno y lo malo, volver al silencio, al vacío fértil, confiar y prestarle mucha atención, hace que de ahí surja todo. Vacío fértil quiere decir todos atentos al silencio, y es imposible que no surja nada. Vacío fértil es el “no sé”. Decirnos “no sé”, hacia adentro, algo que surgió en las clases, es una forma de aceptar que en realidad no sabemos nada, y así matar la pose, acabar con la careteada, con la postura, con el querer hacer algo genial, con querer ser algo; entender que no hay que ser de una manera para llegar a un lugar. Y así meterse de lleno en no necesitar hacer nada, en estar como estamos, en esa fertilidad que se esconde detrás del silencio que aparenta vacío. Vacío fértil es darle tiempo a lo que no le daríamos tiempo, es dedicarle mucha atención a muy poco, es decir, a nosotros mismos. Porque al final somos muy poco, pero estamos muy ocupados en el exterior; entonces nos olvidamos del interior. En nuestro pequeño interior, aterrorizado por el desierto exterior, surge la vastedad interior al darle lugar al vacío fértil. Es el camino del tiempo a la exploración artística real, que no le miente ni le quiere demostrar nada al profe, ni a los compañeros, ni, principalmente, a sí mismo.

Trabajamos con la autenticidad. Incluso si esa autenticidad incomoda, no quiere estar ahí, no es como esperamos, no nos gusta. Buscamos aceptar todo lo que nos pasa. Buscamos darnos un tiempo distinto al tiempo de la cotidianidad; un tiempo con plena atención en el presente y por lo tanto infinito, propio, en el que podemos existir libres. Darnos nuestro espacio, respirar; darnos y amar un tiempo improductivo, en el sentido de no necesidad constante de productividad, de utilidad. Y en ese tiempo, paradójicamente, ocurre toda la productividad y fertilidad, porque aceptamos lo que nos pasa. Buscamos nombrar todo lo que nos pasa, lo que sentimos, incluso si no sabemos o da miedo. No hay nada bien, ni mal. Aceptar como estamos, sea como fuere, existir con lo que nos pasa; no querer cambiarlo. Y eso, paradójicamente, hace que cambie lo que nos pasa, lo que sentimos, porque ese es el movimiento natural de las cosas. Se tarda mucho tiempo en cambiar cómo nos sentimos justamente por querer cambiarlo.

La honestidad del trabajo en la no-forma, lleva después a la forma, que, cargada de vida y de verdad, es lo más alto del arte. Es la relación honesta con el trabajo la que lleva a que lo que ocurra sea verdadero, esté cargado de vida, y no esté muerto. ¿Las cosas (la actuación, la pintura, el cine, la escritura, las formas de ser, las personas que vemos; el arte, todo, todas las cosas) tienen formas predeterminadas? ¿O pueden ser libres, no estar atadas a ideas? Definir cómo son las experiencias, los sentimientos, los estados, condena las experiencias, los sentimientos, los estados.

Lo que vale es el proceso, es fértil porque no tiene un objetivo, no hay un fin, una finalidad. Cuando, en la vida, hay una finalidad al hacer algo, se le pone mucha atención a llegar a ella, se le da mucha importancia y se pierde el proceso, que es lo más importante, lo único que vale, el viaje, el camino; no el resultado, el final. Hay que hacer las cosas por hacerlas, no por el objetivo.

Si uno se relaciona con el arte queriendo resolver (“esto se hace así/tiene que hacerse así”), no se le da lugar al vacío fértil y lo propio, lo de uno, real, muere.
Somos un montón de personas tomándonos muy en serio lo que hacemos, sea lo que fuere que hagamos. La base que nos sostiene es la permanencia: el trabajo es todo el conjunto de lo que pasa en la permanencia.

Es un ritual emocional, colectivo, cambiante, único, irrepetible. En él, lo individual se disuelve. Un ritual del sentir, una honra a nosotros mismos, a la vida y a lo humano. Walter Benjamin ya decía en su libro “Discursos interrumpidos 1”, capítulo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”: “Es de decisiva importancia que el modo aurático de existencia de la obra de arte jamás se desligue de la función ritual. Con otras palabras: el valor único de la auténtica obra artística se funda en el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil”. El ritual, como tiempo colectivo dedicado no a la productividad, sino al vacío fértil, es el modo más alto de creación, motivación y energía. Y deviene, naturalmente, en la creación artística; sin forzar, casi sin querer.

Las clases son un descubrimiento propio y de la propia clase. La clase se descubre, se crea y se recrea, mientras ocurre y mientras va ocurriendo a través del tiempo. Son entrar a otro mundo, a otra forma de existir. “Fue un viaje al campo de quince días”, dije una vez después de una clase. En un viaje pasan muchas cosas. Las clases, que son un viaje, lo son porque tocamos muchos mundos, estamos en muchos lugares, pasan muchas cosas, en un tiempo determinado, que pasa en un segundo y a la vez es infinito mientras ocurre. Un viaje hacia adentro, hacia el interior.

Las clases son aceptar y tranquilizar la mente y sus pensamientos imparables, neuróticos, acelerados, y unirla con el sentir. La mente cabalgando sola es agotadora. La mente al servicio del ritual del arte colectivo genera cosas hermosas. Las clases son intentar calmar el exceso de racionalización de todo, para dejar lugar a ser, con todo lo que nos pasa. Soltar, nombrando, las ideas predeterminadas sobre las cosas, los prejuicios. El “protocolo emocional” es: escucho, no está ni bien ni mal, no hay nada que cambiar, y por ser compartido es valioso. Todo vale, ya estamos completos. Mucha atención a uno y a los otros. Decirnos: “mi silencio”, para habitar ese vacío fértil y tomarlo como propio, para no perderse en los pensamientos y juzgarme a mí mismo y al otro.

Para mí, las clases en la virtualidad fueron una bomba de fertilidad una vez por semana, que me duraba para el resto de la semana. Cargarse de energía vital, auténtica, propia, real, para vivir plenamente y crear naturalmente.

 

Sebastian Levin (Adolescentes profundización)

© 2024 Nora Moseinco / Escuela de actuación

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