Me fascina la posibilidad de concebir la docencia como un intercambio sin dioses. Es una hermosa oportunidad la que nos da la actuación. Ese territorio tan poco definible nos regala la posibilidad de recibir de alguien y con alguien que está ahí para verme y acompañarme. No de alguien que “sabe” algo que me va a dar para que yo sepa lo mismo que él/ella. Lo escribo y me parece algo increíble, rarísimo. No aprender de un “Dios” sino de alguien sumamente humano en el sentido más llano, más simple. Que me de nada más y nada menos que su atención plena y su entrega a acompañarme. Alguien que me facilite un trabajo absolutamente singular y propio. Que me ayude a transitarlo desde una paridad. Desde un terreno incierto para ambos.
Nos pasamos buscando dioses en todas las áreas. Médicos, psicoanalistas, terapeutas de cualquier tipo y también docentes.
El modo de pensar la actuación de la escuela nos invita a repensar esos vínculos tan primarios y celebrar la posibilidad de docentes (¿y por qué no madres y padres?, me atrevo a pensarlo) sumamente humanos. Una experiencia, un contacto, un encuentro. Me resulta hermoso y revolucionario.